Eduardo de Parcent.
Se hacía llamar Zarathustra, o al menos así firmaba sus obras aquel harapiento, sucio y barbudo vagabundo que deambulaba por las calles de la ciudad intentando vender sus pequeñas láminas pintadas con ceras de colores entre los viandantes. Repetía con fruición y empeño el mismo motivo una y otra vez, dos ángeles alados y divinos que eran en realidad dos muchachas de belleza sublime. A pesar de sus excelencias como pintor y de la inquietante estética de sus obras, pocas veces conseguía vender alguna de ellas, sin duda porque aquellos rostros virginales poseían una mirada que infundaba temor y desasosiego. Era algo que no se percibía en un primer momento, pero que estaba allí y que obligaba casi instintivamente a retirar la mirada.
Paseaba aturdido entre el turbio torrente de idas y venidas de gente de toda clase y condición. Aquel fluir continuo de corrientes de peatones y máquinas perfectamente engrasadas, era como una sucesión perfecta de unos y ceros alternándose en un mensaje codificado que no alcanzaba a comprender, un lenguaje puramente maquinal, más allá de lo humano. Aquella savia que alimentaba y daba vida a la ciudad le era completamente indiferente al bueno de Zarathustra.
No tenía prisa alguna ni sitio adonde ir, sólo era un solitario más en el único espacio del mundo donde los que se sienten solos están rodeados de miles de personas. Pero siempre vagaba junto a la compañía de un doloroso tormento, un fantasma de la memoria encadenado con firmeza en sus tobillos y que se veía obligado a arrastrar a cada paso, el mismo fantasma que asomaba tras los ojos de sus muchachas angelicales.
Estaba oscureciendo y el suelo todavía permanecía encharcado, como prueba ineludible de los impresionantes aguaceros que el cielo otorgaba en bien pocas ocasiones pero siempre con contundencia. Sus sandalias, humedecidas, apenas podían ya sostener su desgarbado y hambriento cuerpo. Oscilando como un péndulo entre dos bordillos, él mismo era símbolo del tiempo y de su propia vejez. Ese tiempo que había ido pasando de forma absurda, silenciosa y sin sentido. Un tiempo que compartía a su pesar con aquellos que una vez amó y ahora odiaba, con aquellos que una vez fueron la causa de sus risas y ahora eran la causa de su llanto, de su terrible angustia, de sus pensamientos contradictorios, de su repudia hacia ellos y hacia todos, pero a la vez, de su amor por ellos y por todos.
Caminó hasta chocar contra una pared, y sobre ella recostó la cabeza dirigiendo la mirada al suelo, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos fundiéndose con el pequeño charco de agua de lluvia que devolvía su reflejo deformado. Quizá era más real aquella deformación monstruosa, o, ¿Acaso no es el silencio que otorga y consiente tan condenable o más que el hecho en si? Estúpido nombre había elegido para un cobarde, el bueno de Zarathustra, incluso recluido en su cueva, hubiese ya cometido el asesinato divino, valiente como un superhombre.
Lo mejor sería tomarse unas copas, apartarse a un lado durante un buen rato. Entró en el primer bar al que consiguió llegar y se sentó frente a la barra, pidió una ginebra sola y con hielo que el camarero se apresuró a servirle a desgana mientras las miradas de los presentes se clavaban en él, en aquel despreciable intruso que osaba recordarles que la vida no era una agradable sucesión de momentos felices, como se empeñaban en hacer creer los mensajes publicitarios. En total eran seis pares de ojos, sin contar con los del antipático camarero de la pajarita. Los más inquisidores, eran sin duda los del burgués matrimonio cuarentón, ojos oscuros ambos, aunque fuesen claros, apagados, o tal vez aburridos ya, pero sin embargo duros frente a aquello que pueda poner en peligro su estabilizada vida estándar. Frente a aquellos ojos muertos en vida, las miradas vivaces, curiosas, sorprendidas, de dos pares de ojos claros, deseosos de explorar nuevos caminos, de vivir nuevas y siempre excitantes experiencias. Eran los ojos de dos adolescentes, tan jóvenes, deliciosas y frescas como sus miradas delataban. A pesar de todo, él no podía odiarlas, ni siquiera envidiarlas, había perdido aquella capacidad.
La mirada del pobretón regordete que consumía su cerveza rubia deseaba ser implacable, pero no pasaba de ser ridículamente patética, pugnaba por semejarse a la de los aburridos cuarentones. Pobre, no se daba cuenta de que él también era un cáncer en la respetable sociedad de los hipócritas.
Pasado el primer sobresalto su presencia pasó poco a poco a ser ignorada y cada cual volvió a lo suyo. Las jovencitas, a contarse entre sonrisas sus primeros escarceos amorosos, el regordete y el camarero antipático, a recordar los goles de su equipo y maldecir los de los contrarios, la mujer aburrida a aburrir al marido, y el marido, a divertir algo su aburrida mirada en las carnes rosadas y firmes que asomaban tras las dos veces breves faldas de las muchachas.
Hubo sin embargo un par de ojos que no alcanzó a ver, y eso fue algo reconfortante para el espíritu del bueno de Zarathustra. Unos ojos que ni tan solo se molestaron en otorgarle una fugaz e instintiva mirada, y no por mera indiferencia, sino porque aquellos ojos eran los únicos entre tantos pares que no sólo eran capaces de ver, sino de saber lo que veían. Eran hermosos aunque fuesen feos. Pertenecían a una joven con aspecto de haber alcanzado ya los treinta años. Estaba enfrascada en la lectura de un libro, más bien aturdida por efecto de aquellas líneas. Se trataba del lúcido Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, la más sabia elección para unos ojos que saben ver.
No era especialmente guapa, pero poseía un atractivo que hizo sucumbir sin remedio al pintor de bondades a deleitar su mirada en aquella imagen poética. Su cabello castaño, enmarañado y brillante a la vez, recogido descuidadamente con una pequeña pinza de plástico que dejaba al desnudo un cuello de extremada sensualidad. Sus manos sugerían ser suaves y afirmaban su poderosa presencia. Vestía con inteligente sencillez, una amplia camisa a cuadros pequeños azules y unos pantalones tejanos lo suficientemente ajustados como para no ocultar la evidencia de sus formas.
Tal vez porque se sentía observada, o tal vez porque así lo deseó, levantó al fin su mirada dejando ver su rostro, y ante todo sus ojos. ¡Dios! eran tan comunes, pero, ¡tan hermosos! Le dirigió una tímida sonrisa, pasó una página de su libro y prosiguió la lectura.
Él, siguió observándola con mirada compasiva, preguntándose una vez más, como tantos miles de veces se había preguntado, el porqué de todo aquello. Se parecía tanto a la mujer amada, a la mujer ausente ya para siempre.
Cogió el periódico que había sobre la barra y comenzó a ojearlo para evitar ser vencido de nuevo por las lágrimas. Maldito remedio escogió aquel día para huir de sus inacabables penas.
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