Oé, oé, oé…

Rey Bach.

– Oé, oé, oé… somos campeones, hijo. ¡Campeones!

– ¿Campeones?, papá. ¿De verdad?

– Claro, hijo; así somos los del Real Madrid.

– ¿Y todos los que somos del Real Madrid somos campeones entonces?

– Así es, Fernandito, hijo, así es.

– ¿También mi hermanita, aunque esté enferma?

– También Anita es campeona, también.

– ¡Jo! ¡Mola, papá!

– Claro que mola.¡Hala Madrid! Campeones, campeones, oé, oé, oé…

– Mira, papá, por allí viene Lucas. ¿El es campeón?

– ¡Pero qué dices!… Lucas… nada de campeón, no. Es del Atleti; esos descienden a segunda otra vez. Son unos paquetes. Pobre; no nos riamos mucho de él, que bastante tiene con ser del Atleti.

– Papá; el Atleti también juega la Champions League como nosotros, ¿no?

– ¡Qué dices! ; hijo, esos no la juegan ya ni desde ni se sabe. ¡Que no son el Madrid! Además, te digo una cosa: si la llegasen a jugar, no pasan ni de la primera fase; ya te digo.

– ¡Ni la primera fase! Sí que son malos, ¿no?

– Malos no. Peores. Cuidado, Fernandito, que ya está aquí Lucas. Recuerda que no hay que ponerse por encima aunque seamos del Madrid.

– ¡Hola, Lucas!

– ¡Qué pasa, Fernando!

Fernando trató de mantener un rictus serio, pero poco a poco, como a cámara lenta, su cara tendía a expandirse, a relajarse. Finalmente, acabó por estallar.

– Pffff… ¡Jo! Lo siento, Lucas, pero es que mira que sois malos, ¡eh! ¡Ja! ¡Ja! Y nosotros, ya ves: ¡Campeones! ¡Campeones! Oé, oé, oé… ¡Somos la pera! Siento lo de tu equipo. Algún día haréis algo, ¡eh! Bueno, oye, no pasa nada, ¡vale!

– Vale. Me marcho, Fernando. Y que sea enhorabuena.

– Gracias, Lucas. Hasta luego.

– Papá; me da pena Lucas, no es campeón.

– Ya, hijo; campeones… nosotros. La verdad es que no he podido evitarlo; es que los del Atleti me parecen tan patéticos… pero hijo, de todas maneras hay que intentar no humillarlos. ¡Bastante tienen ya!

– Sí, papá.

Mientras, Lucas Velasco entró en su casa donde le esperaba su mujer.

– Lucas, te he visto desde la ventana; estabas hablando con los de la chabola.

– Sí, mujer. Hablo alguna vez de fútbol con ellos. No pasa nada.

– No, si me parece bien. Pobres diablos. La niñita es tuberculosa, ¿verdad?

– Sí

– Y sin una madre… porque la madre de la niñita murió de sobredosis, ¿no?

– No sé si de sobredosis o…

– Sí, sí; sobredosis, Lucas, te lo digo yo.

Entretanto, Fernando y su hijo Fernandito seguían con su cantinela.

– Campeones, campeones, oé, oé, oé…

Jo, Fernandito, que me ha sabido mal lo de Lucas. Igual me he pasado. Pero es que nunca ganan nada. No juegan ni la copa de la UEFA.

– ¡Ni la UEFA, papá!

– Ni la UEFA, hijo, como lo oyes. Sólo unos y ceros en su marcador…

– ¡Jo! Ahora entiendo que estuviera tan serio.

Juntos, padre e hijo, llegaron adonde vivían, un amasijo de hierros que en otra época fue una autocaravana. Los últimos destellos del crepúsculo se reflejaban en varias chapas que flanqueaban lo que podía ser la puerta.

– Venga, hijo, prende tú esas ramas.

– Vale, papá. Y después, ¿me puedo calentar lo que queda en la lata?

– Claro, hijo. ¿No somos campeones? Pues eso.

– ¡Vale, guay!

– ¿En qué piensas ahora, Fernandito?

– En los de los otros equipos. Esos hoy, ni campeones ni nada. ¡Qué mal!

– Claro, hijo, campeones los del Madrid. ¡Hala Madrid!

– ¡Hala Madrid!

Campeones, campeones, oé, oé, oé…

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