Pertenezco a la rara estirpe de los socialmente inadaptados, y siempre esa sensación de estar al margen, de observar la realidad desde la privilegiada atalaya de los escépticos, me ha provocado un placentero relax producto del distanciamiento y la ironía…
Pertenezco a la rara estirpe de los socialmente inadaptados, y siempre esa sensación de estar al margen, de observar la realidad desde la privilegiada atalaya de los escépticos, me ha provocado un placentero relax producto del distanciamiento y la ironía. Siempre he pensado que para crear hacía falta: a) un ambiente estresante, catártico, eléctrico, una aceleración que haga saltar la chispa en la fuente de la inspiración –sí, esa que se encuentra más o menos en la parte superior del estómago, lo que los médicos y los petulantes llaman cardias-, o b) la tranquilidad de una torre de marfil desde la que observar la realidad sin que vengan a importunarme los vendedores de enciclopedias y los testigos de Jehová, o ambos a un tiempo. O una combinación de las dos cosas, como decía más o menos en otro artículo que se llamaba precisamente Torres de marfil en la jungla de cristal. Siempre he sido fiel a mis fetiches, y, al igual que otros escritores, Nabokov dixit, se rodean de su tabaco de pipa, su pipa, su café o té, su paquete de folios cuidadosamente apilados, su mastodóntica underwood y la visión de las azaleas del jardín desde la ventana, a mí lo que me pone, literariamente hablando, es encontrarme sitiado por los papeles, por los libros –es inevitable: el olor de los papeles antiguos, etcétera-, por mis objetos. Tengo apuntado en otra parte que los objetos nos delimitan, nos perfilan, crean un mapa en negativo de nuestras vidas, como esas siluetas de tiza que la policía marca en el suelo, en el lugar donde estaba un cadáver. Los objetos son una parte tan inseparable de nuestra existencia que no podemos deshacernos de ellos así como así, porque sería como renunciar a un pedazo de nosotros mismos. Oscar Wilde ya habló de este tema en El Retrato de Dorian Grey, en cómo es posible ceder nuestra alma a algo inanimado, en ese caso un cuadro que envejecía mientras el protagonista de la historia se mantenía eternamente joven.
Lo reconozco, tiendo a acumular las cosas que en algún momento han sido importantes, y me encanta tenerlas dispuestas anárquicamente en mi casa, me gusta pensar que alguna extraña combinación de fuerzas dinámicas –el trajín de Francisca, la muchacha que viene a limpiar, mi capricho estético de cambiarlos de sitio, el aire, el azar, las visitas, o quizás el juego de mi hija Andrea- provoca que ellas mismas ocupen el lugar que correspondiente en la extraña organización fractal de la realidad. Aunque Irene no me permite que extienda mi particular concepto de la decoración a toda la casa, mi despacho es un exponente de ese caos que, según muchos autores, es el principio activo del universo, y así, libros, pisapapeles, chinerías de boudoir, pinzas de metacrilato, los pocos premios literarios que me han dado, fotografías sin enmarcar y marcos sin foto –soy así de raro, qué le vamos a hacer- pipas de fumar, ceniceros, un bonsái muerto y seco que conservo como homenaje a las buenas intenciones, miniaturas de coches, juegos de escritorio, marcadores de libros, cedés, una katana, un teléfono antiguo, un vaso con bolígrafos, folios, cables y ordenadores, se acumulan en sucesivas capas de abandono, de suerte que sentado allí en medio, parapetado entre tanto desorden, hay veces en las que me siento casi feliz.
Escoger los objetos que amueblan nuestra existencia no puede ser en ningún caso un acto casual. En el momento en que nos decantamos por un ordenador determinado, por un teléfono, por un encendedor, estamos haciendo un acto de fe en nosotros mismos, una apuesta por un estilo, por una manera de ver la vida, por unas costumbres que conforman la esencia de lo que somos. Lo cierto es que en esta sociedad el estilo se ha convertido en una moneda en desuso, un valor a la baja, un sello aún no lo suficientemente antiguo, y así hoy nadie se preocupa por hacer las cosas con un mínimo de elegancia. Se persigue la funcionalidad en detrimento de la belleza, bebemos café de máquina a pie de barra en lugar de tomar una taza de té sentados, colocamos en el suelo de nuestras casas ese espantoso sucedáneo de la madera, creo que se llama pergo, en vez de la madera propiamente dicha, nos compramos coches amplios y llenos de extras y no queremos ni mirar los modelos bellos y menos prácticos, y, en lugar de buscar música o literatura de calidad, perdemos el tiempo y nos estropeamos el gusto escuchando Operación Triunfo y leyendo libros que empiezan por Cómo… y terminan …en el intento.
Así es la realidad, y en este estado de cosas no es de extrañar que haya triunfado el windows de Bill Gates, y que la alternativa que más se extiende sea el Linux de Torvalds. La estética de los pecés wintel, como se les ha dado espantosamente en llamar, se corresponde a los tiempos que corren, una época en la que lo práctico se antepone a todo lo demás, en la que lo que no es útil no me sirve, no me interesa, ni siquiera me fijo en ello. Lo bello es sospechoso en una tribu en la que se exalta el feísmo, se promociona a Chiquito de la Calzada, la pornografía barata y sentimental de Gran Hermano, el chusco ¿humor? de los Morancos y el Cuñao, -y fuera de España a películas como Algo Pasa con Mary o Desmadre a la Americana, no nos engañemos- una aldea global en la que se opta por vivir en el ensimismamiento embrutecido de lo vulgar, y donde se prefiere pensar que la estética y el estilo son cosas de homosexuales o de aristócratas, que en el fondo viene a ser lo mismo. Utilizar un mac hoy en día, preferir el otoño al masificado e insoportable verano, tomar el té, leer a Proust o escribir poemas, son actitudes que llevan camino de convertirse en proscritas, propias de agitadores o, peor aún, de diferentes, y es probable que a no tardar mucho les cuelguen el pestilente sambenito de políticamente incorrectas. La belleza es hoy, una apuesta arriesgada.
Observo toda esa realidad desde la atalaya de mi habitación, desde mi torre de marfil, y me siento un poco bizarro, un pájaro extraño, como dice Manolo García, un bicho raro, pero después me siento frente a mi mac, acaricio mis objetos, me acomodo en mi butaca, que no es ese sillón voltaire del que hablaba Bryce Echenique, pero que al menos es mía, y siento que no necesito mucho más para ponerme a escribir. Y empiezo a juntar las letras, y el tic tac del viejo y enorme reloj que hace años que no funciona me arrastra hacia ese lugar en el que ya da igual lo que diga, un espacio virtual donde sólo importan las palabras. Y, como siempre, pienso que hay días en los que no debería salir a la calle.
Antonio López del Moral
Vos tambien te vas a los extremos, como el que criticas de «ellos». El punto aqui es la convivencia de todo y todos (claro esta en la medida de lo posible, fisica y eticamente hablando) y no el pensamiento facista de querer imponer una minoria o una mayoria.
Baja a tierra, camina con los zapatos de los demas, y luego si queres volve un rato a tu torre de marfil.
Paz, Amor y Mac, desde Argentina.
Pablo Fusanelli.
PD que quisiste decir con la frase «y donde se prefiere pensar que la estética y el estilo son cosas de homosexuales o de aristócratas, que en el fondo viene a ser lo mismo»?.
estoy de acuerdo con Pablo Fusanelli. saludos
casas de madera