Nuevos términos, nuevas ideas

Me encanta la subversión del lenguaje que provocan las nuevas tecnologías.

Creo que la realidad del milenio es claramente cibernética, y desde ese punto de vista, la contaminación de términos científicos y técnicos no hace más que apuntalar el actual estado de cosas, basado sobre todo en una cultura distinta, unos códigos de comunicación que miran hacia el futuro, un espíritu de superación del pasado más allá de normas. Permeabilidad e interculturalidad son características predominantes de estas tendencias, y así los diferentes idiomas, por encima de cualquier otra cosa materias vivas, están siendo poco a poco taladrados, perforados, cosidos, violados, y reinventados por los gurús de la cibercultura, los fanáticos de los cacharritos electrónicos, los frikis de la buena nueva que, en lugar de un Santo Grial, portan un procesador power pc que emana rayos luminiscentes.

Todavía me acuerdo de mis primeras incursiones en Internet, allá por el 95. Bill Gates había presentado su engendro a bombo platillo y yo, que hasta entonces ejercía como crítico literario en un suplemento semanal, acababa de quedarme sin trabajo debido al cierre del periódico. Necesitaba encontrar un empleo, y me dediqué a enviar curriculums a todos los medios de comunicación. Me llamaron de una revista tecnológica en la que buscaban un redactor jefe, y, en el transcurso de la entrevista, me dijeron que mi experiencia periodística era suficiente, pero, ¿qué tal andaba de conocimientos de internet? En aquella época la red era bastante más inexplorada que ahora, al menos para mí, que nunca había navegado, pero claro, no podía decir eso en una entrevista laboral, de modo que me oculté tras mi expresión más hierática, y respondí con aplomo:

– Bueno, no es que sea un experto en lenguaje html, java o active x, pero poseo conocimientos básicos sobre browsers y email, algo de ftp, y alguna que otra vez he hecho un telnet.

Mientras iba soltando aquella sarta de mentiras, comprobé que mi estrategia daba resultado. Una hora antes de la entrevista había ojeado uno de esos mini libros titulado Internet en un minuto, o algo así, e intuía que el camino al éxito pasaba por la utilización de aquellos términos casi metafísicos, esas palabras mágicas, esas contraseñas. Conseguí el trabajo, desde luego, y comencé una semana más tarde. Tengo previsto narrar todas aquellas peripecias en una novela que estoy preparando, pero ahora sólo quiero contar lo que me ocurrió durante la primera semana en la revista, los primeros y caóticos días que aterricé en la selva esmeralda de mi flamante puesto de redactor jefe.

Si mi experiencia en internet era nula, mis conocimientos de la mecánica interna y el funcionamiento de una revista eran inexistentes, y así tuve que sudar sangre para cerrar a tiempo mi primer número. Revisión de fotolitos, supervisión y corrección de unos textos tan endiabladamente técnicos que casi tenía que leerlos con diccionario, análisis y visto bueno de fierros y, para rematar la faena, comprobación de que el cederrón que se regalaba con cada ejemplar funcionase bien y libre de virus. Como diría Walt Disney, un mundo diferente, a brave new world. Lo pasé tan mal que durante aquel mes de Julio apenas pegué ojo, y cuando lograba dormir, veía aquellas malditas páginas maquetadas en quark, los titulares a todo color, las manzanas de los mac bailando frente a mis ojos, provocativas, casi insultantes. Más o menos fui consiguiendo que todo estuviese a punto, y me fui a casa el viernes a las seis de la tarde confiando en que no quedaba nada por hacer. Entonces, a las siete y media, recibí la llamada de uno de los maquetadores, completamente desesperado:

– Tío, necesito que me envíes las fotos del reportaje sobre universidad virtual. No sé qué ha pasado con ellas, se han perdido.

Afortunadamente yo guardaba en mi poder varios diskettes con buena parte del material de aquel número, y tenía las fotos en casa. Le dije que se las enviaría con un taxi, pero él rechazó la idea vehementemente.

– ¿Y para qué tenemos internet? –objetó- Las zippeas, las arjeas y me las attacheas en un email, y las tengo aquí en diez minutos.

Casi me echo a llorar. Aquellas tres palabras, zippear, arjear y attachear representaban para mí la parte más oscura y tenebrosa del mundo en el que comenzaba a aventurarme. Arjear, zippear y attachear eran casi términos prohibidos, conjuros de un necronomicón que me inspiraba un miedo cerval, un pánico atroz. No quería arjear, zippear y attachear aquellos archivos, entre otras cosas porque no tenía ni puñetera idea de qué era exactamente lo que hacer, ni de cómo se hacía, no quería saber nada de todo aquello, sólo quería tumbarme en mi cama, dormir y olvidar los malditos ordenadores.

Afortunadamente conseguí zippear, arjear y attachear, y poco a poco fui entendiendo el nuevo lenguaje, y es más, incluso llegó a gustarme, a la sazón lo encontré excitante, dinámico, plástico, expresivo y luminoso. Lo que caracteriza a un idioma es precisamente su calidad de vivo, y esto supone la capacidad de fagocitar las nuevas acepciones, integrándolas y no segregándolas, propiciando que contribuyan a enriquecer el tesoro ya existente. Evidentemente no quiero decir que haya que sustituir sin más unos términos por otros, ya que en lugar de esos tres podría decirse perfectamente “comprimir, partir y adjuntar”, pero qué quieren que les diga, no tiene la misma fuerza expresiva, la misma capacidad de transmisión de información. Cuando zippeas, arjeas y attacheas algo, estás de alguna forma subiéndote a un tren que circula a toda velocidad, estás navegando en adsl, estás dejando atrás el pasado y mirando directamente hacia el futuro a través de un túnel del tiempo.

Es importante no olvidar el ayer, no dejar de lado las convenciones del idioma, o, al menos, no subvertirlas sin conocerlas, pero también es fundamental saber adaptarse a los tiempos y comprender que sólo mediante la asunción de lo extraño, a través de la digestión de eso que ahora nos parecen piedras, lograremos que el castellano evolucione y no se convierta en una lengua muerta. Y la evolución es necesaria, no nos engañemos ni oigamos a los catastrofistas que auguran el fin del español: ¿acaso hablamos ahora igual que en la Edad Media, es que no hemos ido incorporando términos, verbos y acepciones, sin que nuestra lengua se haya visto dañada por ello?

Como decía Lampedusa, se trata simplemente de variarlo todo para que nada cambie. Ahí están para ello los geeks, esa nueva clase social que son, según la definición de John Katz,(a) “miembros de la nueva elite cultural, una comunidad de insatisfechos sociales, amantes de la cultura pop y centrados en la tecnología. (b) La mayoría de los geeks se sobrepusieron a un sistema educativo sofocantemente tedioso, donde estaban rodeados de valores sociales detestables y compañeros hostiles, para terminar creando la cultura más libre e inventiva del planeta: Internet y el World Wide Web. (c) Ahora manejan los sistemas que hacen funcionar al mundo”. Nuevos aires, un nuevo arte que, esperemos, arroje pronto sus frutos, porque las diferentes disciplinas, la música, la literatura y el cine, están esperando ansiosamente beneficiarse de la libertad y la accesibilidad de la red. En algún próximo artículo hablaré sobre la cultura digital, y sobre la necesidad urgente de replantear los actuales caudes de distribución. Hoy, ya el Itunes Music Store de Apple es un primer paso. ¿Cuándo se generalizarán las ofertas en libros o películas digitales?

Antonio López del Moral

3 Comments

  1. Anónimo

    Cojones, ahora sé la razón por la cual todos los periodistas, no tienen ni puta idea cuando hablan o escriben de internet, informática o telecomunicaciones. Simplemente mentian en la entrevista de trabajo. Muy Profesional, la verdad.
    Y sobre lo de las peliculas digitales, ya es una realidad y lo de los libros, también.

  2. Anónimo

    Interesante experiencia, y más la ingeniosa manera de expresarla por escrito, el resultado es un texto ameno, creativo y muy entretenido sobre ese dramático pero necesario paso del pasado al futuro sin salir del presente.
    Muy bien su texto Antonio López.

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