Nueva columna con firma que os traemos a faq-mac.com. Espero que la disfruteis tanto como nosotros.
Me llamo Antonio López del Moral y soy un adicto.
Lo confieso. No soy capaz de conectarme a internet sin que inmediatamente mis dedos tecleen la dirección de Apple, sin que mis pasos me lleven a Faq – Mac , a Macuarium, a Gumbits o a cualquier otra publicación on-line de temas Macintosh.
De mi tiempo virtual en internet, un 70 por ciento lo paso a la sombra de los manzanos en flor. ¿Os suena la historia? Inconscientemente busco manzanitas en las películas hollywoodienses, cuando recibo la revista de K-tuin paso cuarenta minutos hojeándola, y sí, soy una de esas personas que cada semana se conectan al Apple Store y llenan el carrito electrónico con un g5 dual, un disco duro fire wire de 500 gigas, el Panther, el Apple Works, ¡un reposamuñecas con manzana!, etcétera, etcétera, para, en el último momento, cuando ya sólo queda pulsar un botón para que mi cuenta corriente se vea sangrada durante los próximos 10 años con una mensualidad insostenible, recuperar la razón y volverme atrás.
¿Qué me pasa, doctor?
Y el caso es que me había jurado a mí mismo que esto no volvería a ocurrir. Me explico. Soy un makero reincidente, uno de esos renegados arrepentidos que en el pasado fueron usuarios de Mac, luego lo dejaron y después de unos años han vuelto al redil.
La primera vez que los vi fue en la facultad de Periodismo: un viejo LCII de entonces, con un pequeño monitor, una disquetera, un ratón a la antigua. Me gustó. Sí, sé que no debería decir esto, pero esa noche pensé en él…
Tumbado boca arriba en la cama me veía a mí mismo escribiendo mis relatos y artículos en la mastodóntica máquina de escribir que por entonces tenía, y luego me imaginaba con aquel artilugio, moviendo textos de un lado para otro, editando, guardando mi trabajo en esos disquetes que parecían pequeñas galletas de la felicidad.
Miraba el techo y visualizaba sus formas, cerraba los ojos y casi lo podía tocar. Sí. Entonces lo vi claro. Necesitaba un Mac, necesitaba aquel utensilio, esa caja fuerte para mis ideas, esa implementación de máquina de escribir. Lo quería.
El problema era, como siempre, el dinero.
Por aquella época yo trabajaba como colaborador en diferentes revistas de prensa, era el típico friki que recorre las redacciones vendiendo a los acomodados jefes historias de psicópatas talegueros, entrevistas con bomberos que salvan a niñas de las llamas, reportajes de presos en cárceles tailandesas y exclusivas con estafadores de toda índole. En pocas palabras, no tenía ni un duro (ahora debería decir “ni un euro”), y no me quedó más remedio que optar por un patético 486 –casi me avergüenzo de decirlo-, un trasto infame que al arrancar me mostraba desafiante una pantalla negra con una c en una esquina.
Fueron años duros, tuve que aprender a arrastrarme, a poner en marcha un espantoso procesador de textos de fondo azul escribiendo tras aquella “c” las palabras mágicas “wp”, a curtirme en el manejo de las teclas de función, a volverme loco guardando mis archivos en un diskette.
Hice cosas que ahora casi no puedo contar, y llegué a tal estado de degeneración que, cuando una tarde mi amigo Miguel Ángel me telefoneó y me dijo que quería mostrarme algo especial relacionado con la informática, casi corrí hacia su casa.
Miguel me abrió la puerta, me llevó a su mesa y mientras arrancaba el ordenador me anunció la buena nueva: había surgido algo radicalmente diferente, una revolución, un cambio en la forma de relacionarse con los ordenadores. A partir de ese momento habría que olvidarse de la línea de comandos, del “c dos puntos barra”, del “diskcopy”, el “format” y el “deltree”, Señoras y señores, con ustedes, en directo desde Vermont, Virginia… ¡Windows 2.0!
Contemplé la pantalla con ataraxia mientras Miguel tecleaba la palabra mágica “win”, el conjuro, la invocación que, después de casi diez segundos, hizo aparecer las primeras trazas de lo que se avecinaba. Primero el fogonazo inicial, el logotipo, y luego aquellos cuadrados que comenzaban a dibujarse lentamente, esas formas espantosas que parecían arrancadas de una pesadilla… ¡Dios! ¿Qué era todo aquello? Junto a mí, Miguel Ángel parecía cada vez más entusiasmado, mira el administrador de archivos, eso de ahí es el diskette, ¿no te parece genial? Yo no sabía si echarme a llorar o simplemente levantarme y largarme de allí, pero finalmente le insinué que aquello era algo que hacía ya varios años que venían haciendo los ordenadores Mac, sólo que ellos lo hacían mejor. Entonces Miguel me miró: “¿Mac? ¿Qué es eso?”. En fin, por no alargarme, os contaré que aquel calvario duró varios años, hasta que, por fin, pude comprarme mi primer Performa 6400.
¿Os habéis fijado lo bien que huele un mac nuevecito? Ese es quizá el mejor recuerdo que tengo de aquella experiencia, el placer que me produjo desembalarlo, observar sus sensuales formas, su solidez, su contundencia de ordenador bien hecho. Casi lloré cuando, al arrancarlo por primera vez, ¡me habló! Si, de acuerdo, era la voz de un mejicano borracho, y lo que me dijo fue una absoluta estupidez, pero aquel cacharro poseía tal belleza, funcionaba con una perfección tan rara, que incluso cuando se me colgó, a los veinte minutos, la bomba que apareció en la pantalla me pareció cargada de gracia y hermosura. Al reiniciarlo soltó un gong, y yo, en el colmo de la obnubilación, me conmoví por la nitidez del sonido.
Fue el comienzo de una historia de amor y odio. Los 32 megas de RAM que me habían colocado eran claramente insuficientes para todo lo que yo le pedía a mi Performa (hay que tener en cuenta que había pasado de ser un simple usuario de procesadores de texto en Windows 3.11 a, de repente, comenzar a trabajar con presentaciones, diseño de páginas web (ah, aquel Page Mill), retoque fotográfico y maquetación), y lo cierto es que no pasaba un solo día sin que apareciese la dichosa bomba.
Pero a mí me gustaba, la miraba con simpatía, no me importaba reiniciar, y mientras el sistema iba cargando sus extensiones, yo acariciaba la carcasa de mi mac y cultivaba la resignación y la paciencia.
Hasta que, una tarde, llegó el desastre. El ordenador se colgó y, al reiniciarlo, entró en coma profundo. No tengo palabras para describir la desesperación que me invadió, la angustia con la que me arrodillé ante él, intentando revivirlo. Probé de todo, reinicié desde el cd de sistema, y el mensaje era siempre el mismo: no podía encontrar el disco rígido.
Intentando contener las lágrimas, cargué con él y lo subí al coche. Estaba lloviendo y el tráfico era tan descomunal como cualquier otro viernes a las seis de la tarde, y, a pesar de ello, llegué al servicio técnico en tiempo récord. Aparqué en doble fila en la puerta, entré a toda prisa cargado con él, tan angustiado como si me encontrase en la sala de urgencias de un hospital. Me salté la cola, casi cogí por las solapas al encargado, le grité que tenía que arreglarlo, por favor, no, no podía traerlo otro día, me daba igual que tuviesen mucho trabajo, era importantísimo.
Me vieron sumido en tal estado de enajenación que accedieron. ¡Dios! No quise ni sentarme, estuve dando vueltas durante la siguiente media hora, sin perder de vista a cualquiera que saliese por la puerta. Después de un rato apareció aquel chico y me informó, con tono frío y mecánico, que habían podido recuperar algunos datos, no todos.
Casi me caigo al suelo. ¿Qué quería decir? Como respuesta, me hizo pasar y me mostró la desolación: la pantalla exhibía ahora una serie de carpetas vacías, y nada más. Me senté en una silla, mirándolo fijamente, y el técnico me dio unas palmaditas en la espalda.
Lo vendí. Lo reconozco. Fue una reacción quizá un tanto infantil, pero no pude contenerme. Odiaba al mundo, a los ordenadores, a aquellos hados adversos que me habían llevado a las puertas del cielo para, de repente, echarme a patadas.
Me deshice vergonzosamente de él y regresé al lado oscuro: con el dinero que obtuve de su venta compré un portátil pc, y durante los siguientes tres años me acostumbré a convivir de nuevo con su grisácea monotonía, con sus aburridas ventanas, su extendida vulgaridad, sus grotescas limitaciones, intentando convencerme de que aquello era lo auténtico, que era mejor olvidar la belleza y la armonía, esa otra vida que latía más allá, y que si, después de todo, el mundo era feo y sucio, ¿por qué no admitirlo y amoldarme?
Y lo intenté más o menos seriamente, hasta el pasado mes de Enero. Y digo más o menos porque tengo que reconocer que, a escondidas, continuaba visitando la web de Apple, maravillándome ante sus caramelitos y debatiéndome en la lacerante esquizofrenia de elegir entre la pasión y la razón, entre el deseo y el conformismo, entre la certeza de la cotidianeidad y la posibilidad de lo maravilloso.
En Enero, pues, llegó la hora de cambiar de ordenador. Mi yo racional contempló todas las opciones, y me hizo incluso confeccionar una hoja de cálculo en la que comparaba las distintas marcas con sus variopintas ofertas: que si USB 2.0, que si FireWire, que si grabadora de cds, que si tropecientos megas de ram y patatán de disco duro, etc, etc.
Las diferentes marcas de portátiles, Toshiba, Dell, Fujitsu, desplegaban ante mí sus equívocos encantos, y aunque sus cantos de sirena no me seducían en absoluto, mi yo racional me empujaba hacia ellos con la sonrisa conforme de quienes no pretenden ya cambiar el mundo.
Por supuesto, ese yo racional no contemplaba a Apple, quería quizá preservarme del dolor y del desencanto, quería evitar que volviese a caer. Pero era inevitable: algo en mi interior continuaba encendido, seguía tirando de mí. Fue como si me dominara una fuerza extraña. De pronto aparté aquella hoja de cálculo a un lado, me volví hacia el ordenador, e ignorando los gritos de advertencia de mi yo racional, sus avisos, sus bienintencionadas recriminaciones, me conecté a internet, y escribí la dirección de sobras conocida.
Mientras configuraba en el Apple Store las opciones del PowerBook, mientras añadía megas con mano temblorosa, mientras elegía el tamaño del disco duro y las quince pulgadas de pantalla, mientras jugaba, como siempre, a llevar hasta los límites la experiencia de la compra virtual, para echarme atrás en el último momento, algo en mi interior me decía que aquella vez sería diferente, que ahora había un nuevo sistema basado en UNIX, que el hardware había mejorado si cabía mucho más, que los nuevos modelos de portátiles poseían una hermosura incomparable, y que, después de todo, sólo se vive una vez, y el placer y la belleza deben estar presentes en cada pequeño aspecto, porque, después de todo, ¿qué es la vida si se elimina el goce?
Antes de pulsar el botón miré hacia atrás, vi todo lo que había pasado, contemplé el paisaje que se alejaba, la vida gris del conformismo y la ortodoxia, las planas perspectivas de los días racionales, y sentí la excitación de lo prohibido, el vértigo de lo diferente, y me dije que esta vez no ocurriría lo mismo, que ahora las cosas iban a salir bien, y me sentí feliz, e hice clic en OK.
Antonio López del Moral
Joder, q odisea la tuya!!!! 🙂
Bueno, pues nada, enhorabuena y a disfrutar (otra vez).
CARPE DIEM!!!
¿Historias de amor en faq-mac? BRAVO!!!!
Pero la historia no acabó allí. Primero tardaron seis semanas en sacar el ordenador a pesar de que Jobs había dicho que estaba disponible «ahora»: Luego en la Apple Store me perdieron los datos del pedido y tuve que hacer otro nuevo, esta vez en frío, tras siete llamadas de teléfono y cinco horas en espera. Una vez enviado, visitaba la web de TNT para ver como se aproximaba hasta que al final los muy cabrones me lo perdieron. Vuelta a empezar…
Aun recuerdo las sensaciones al abrir la caja, el olor, la visión… No me importó mucho que el cierre de la pantalla no funcionara, se podía arreglar con un ganchito, o que la pila durara la mitad de lo que Jobs había dicho. Lo peor fue cuando a la semana me aparecieron nubes blancas en la pantalla que casi no me dejaban ver los cuatro píxeles muertos que esta tenía. Vuelta a llamar a Apple Care, vuelta a empezar, vuelta a…. voy a volver a hacerme pajas, porque esto del sexo no es como yo lo recordaba.