The New Yorker es una revista muy americana y muy moderna, una de esos referentes culturales que muchos hemos tenido en nuestra juventud…
En ella se forjó el Nuevo Periodismo, ese extraño invento que no inventaba nada nuevo y que se limitaba a modernizar y pulir lo que ya hace doscientos años hizo Mariano José de Larra, esto es, alargar las oraciones y construirlas bien, adjetivar adecuadamente, dar vida a los personajes que antes sólo tenían frase y, teñir, en definitiva, el periodismo con cierto grado de arte para convertirlo en literatura y sacarlo de pobre. Es lo que mejor hacen los americanos, tomar una idea de otra cultura, picarla y desmenuzarla, llenarla de salsas y metamorfosearla en rutilante hamburguesa.
En The New Yorker, en Down Town, y también o sobre todo en la ahora españolizada Rolling Stone se afilaron las plumas de Tom Wolfe, Norman Mailer, Hunter S. Thomson y muchos otros de los que ahora mismo no me acuerdo, pero que en el fondo venían a continuar sin saberlo con la tradición periodística de Fígaro, y así, creyendo que hacían modernidad repetían esquemas ante el aplauso tanto de propios americanos como extraños europeos que, pasmados, de mayores queríamos ser como ellos. Ahí están si no las fabulosas entrevistas que en tiempos hacía Rosa Montero, las personalísimas e hilarantes crónicas de Maruja Torres, las últimas páginas que a veces firman Juan Carlos de la Cal o Fernando Múgica en El Mundo, o incluso los reportajes de guerra de Alfonso Armada en El País. Todo se repite con espantosa precisión, el círculo se cierra.
Van quedando cada vez menos, porque la pestilencia también importada de los USA de lo políticamente correcto obliga a diferenciar adecuadamente los géneros periodísticos, y eso se nota: ya se sabe que toda clasificación lleva implícita una amputación, en definitiva la palabra taxonomía viene de tajo, o quizá a la inversa, o quizá no (últimamente no se puede estar seguro de nada).
Lo que nos ha quedado de The New Yorker no son, con todo, las aportaciones de todos esos autores, los fantásticos reportajes-relato, las entrevistas narradas, la atrevida mezcla de géneros, sino que lo que aporta esa revista es un icono de lo beat, de la generación psicodélica y de los años sesenta, que, digámoslo de una vez por todas, sólo existieron en los Estados Unidos.
En The New Yorker hemos podido percibir una visión del siglo americano fresca y en permanente tensión, una instantánea prolongada durante casi ochenta años que es como un larguísimo diaporama por el que han desfilado escritores, artistas, curiosos, observadores de la realidad, paseantes metropolitanos y taxistas con licenciaturas en Humanidades por la Universidad de Estambul. Lo americano es feble, débil, carente de bases sólidas, en lo americano faltan tantas cosas que sería farragoso ponerse aquí a enumerarlas todas, pero tan avispados ellos, han sabido convertir sus carencias en esas hamburguesas de las que hablaba antes y que se venden en medio mundo.
Así, mientras América, como decían en esa lamentable película, se forjaba en las calles, mientras su mafia hollywoodiense nos invitaba a volar por otros mundos, la humanidad se creía el sueño americano y compraba a otras mafias el pasaje al paraíso que, por una cruel paradoja, te llevaba a él directamente, pero en patera. Ensoñaciones de color azul y rojo con estrellas y barras, o, como decía hace años Rosendo Mercado, hamburguesas de colores para niños de Sodoma, América como la gran Babel, el país que recogió el testigo de Gomorra y en el que nadie se atrevió a volver la vista y mirar la caída de las torres gemelas, no sea que fuesen a convertirse en estatua de sal.
Es alucinante cómo nos afecta todo lo que les ocurre, su colonización cultural es tan sutil y profunda que incluso a mí me dolió enormemente el derrumbe de esos dos iconos. Recuerdo que estaba en la redacción, bebiendo –por supuesto- una coca cola light y fumando un cigarrillo liado, y de pronto comienzan los gritos, el primer avión se estampa, y en fin, todo aquello. Yo había visitado Nueva York seis años antes, subí a las torres, contemplé la ciudad desde lo alto, me maravillé con esas vistas, con el increíble ajetreo, el adrenalínico subidón de vida que te da al pasear por allí, y ese día, al verlas caer, sentí que una parte de mi vida también se derrumbaba, la de esas semanas que pasé en The big Apple, la de todas las lecturas con las que me había iniciado en la literatura, y que, por su carácter casi cinematográfico y su lenguaje facilón, eran casi en un cien por cien estadounidenses. Thomson, Hubert Shelby Jr., John Dos Passos, Paul Auster, Woody Allen (que, aunque él se empeñe en demostrarnos los contrario, es un escritor), John Updike, Charles Bukowsky y, por encima de todos, Raymond Carver, todos esos dioses sagrados para mí, de pronto me parecían desnudos, con pies de barro, o, al menos, cuestionables. De repente el mundo en su plenitud aparecía de nuevo entre las ruinas de la zona cero, y era un mundo al que no le gustaba lo americano, un mundo que quería establecer valores nuevos, un universo en el que, como explica Michael Moore en Bowling for Colombine, una de las variables se había roto, y era evidente que algo fallaba.
Han pasado ya dos años desde aquello, y hoy sigue en el mismo tablón de corcho de la redacción la portada de The New Yorker. En la ciudad las iniciativas para reemplazar a las torres se amontonaron en las mesas de los diseñadores y arquitectos posmodernos, y Hollywood siguió produciendo películas, porque, como decía el viejo adagio, el espectáculo debe continuar.
Cuando constato la celeridad con la que la vida urbana se regenera en ese país me maravillo, pero también me planteo que el que quiera tomar el testigo que hace tiempo ya está entregando Estados Unidos debe ofrecer algo radicalmente diferente. No continuar con el modelo de las películas de John Wayne, la Estatua de la Libertad y el América se forjó en las calles, no seguir con la dialéctica del Winchester y del sálvese quien pueda, sino romper con todas esas éticas y estéticas que ya pertenecen al pasado, y crear, aglutinar, mezclar, romper o eclosionar. Será la única manera en la que realmente se pueda apostar por un mundo diferente.
Antonio López del Moral
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