Juan.
-Sí, el paciente de la 29, A.D.T. acaba de fallecer. No tenemos instrucciones de su familia, no tiene parientes cercanos con los que contactar, y él ya ingresó en coma, por lo que no sabemos qué tipo de procedimiento seguir, señor.
-Bueno, no debería de plantearse la duda, ¿verdad, J.? Si no tenemos instrucciones específicas de la familia, debe tener una muerte normal. Desconecte su soporte vital.
-Pero, señor, ¿por qué no guardar su mente? Se trataba de un científico brillante, prometedor. ¿Por qué no darle una segunda oportunidad?
-No se le paga por hacerse ese tipo de cuestiones, J. Además, acaba de contestar a su pregunta. A.D.T. era brillante, pero no llegó a ser nadie a sus 22 años, y por supuesto no puede permitirse pagar por el derecho a un nuevo cuerpo en el que reintroducir su mente, y mucho menos pagar su clonación.
-Pero señor…
-No vuelva a replicarme, J., no está en posición de hacerlo. Proceda a la supresión del soporte asistido.
J. estaba abatido. Tenía una tecnología que podía salvar a A.D.T., pero no tenía el apoyo económico necesario, algo común en un sistema de sanidad privado que había hecho avanzar muchísimo la medicina de alto nivel, a costa de producir un abandono de las capas débiles de la sociedad, que se habían adaptado a la carencia de cuidados o simplemente morían.
Desde luego, su jefe no le había impedido salvar su mente, almacenarla como una organizada ristra de unos y ceros en la computadora que había en la cabecera de todas las camas, pero sabía que no habría ningún cuerpo para A.D.T., y era ilegal mantener la mentalidad de una persona retenida en un medio electrónico cuando no había posibilidad de devolverle a la vida. Y cada entrada era registrada, junto con el operario -enfermero- que la había realizado. Sabrían que él lo había hecho, y podría ser severamente castigado.
La retención electrónica de la mente era posible desde hacía cinco años de forma comercial, aunque los primeros dispositivos experimentales databan de al menos otros diez años más. Consistía en almacenar la configuración de los campos electromagnéticos que crean las proteínas cargadas en las que se almacenan los recuerdos, junto con el estado de corrientes cerebrales en un momento dado, de modo que se preserva tanto la memoria como el hilo de pensamiento en el momento de la salvaguarda. Posteriormente, sobre un clon de crecimiento asistido, en el que las conexiones neuronales son guiadas hacia una red lo más parecida posible a la existente en el momento de la S.E.P. -Salvaguarda Electrónica de Personalidad-. De este modo, no es posible que esa personalidad se active en el sistema informático, para que en el momento de la Impronta -grabación de la S.E.P. en el clon- se pueda reanudar la función mental en el mismo punto en que se dejó, con la lógica desorientación que produce el encontrarse en un ambiente que no es el que se recuerda. Esa es la teoría.
Darwin nunca imaginó que la selección natural pudiese llegar tan lejos.
El descubrimiento de organismos vivos en las fosas oceánicas sulfurosas del Atlántico demostró que los ambientes hostiles generan una menor cantidad de seres vivos, pero los que sobreviven están perfectamente adaptados al medio ambiente.
En un mundo que se olvidaba totalmente de la gente que no tenía ninguna capacidad económica, sin ningún tipo de colchón social, bajo la amenaza de residuos químicos, residuos nucleares, y virus sin control, la gente tenía que evolucionar.
Resignado, J. se dirigió a la consola, en la cabecera de la cama donde yacía A.D.T. A su modo, también yacía en aquella consola. Observó unos momentos como subía y bajaba el pecho de A., siguiendo el ritmo del respirador a su derecha. Apagó los monitores cardiacos y respiratorios -no quería escuchar el pitido de aviso cuando el corazón se parase-, y desconectó el respirador. Ya estaba hecho. Un A.D.T. había dejado de existir. Sólo faltaba el otro, si es que realmente se podía decir que existía.
Las mutaciones no tardaron en surgir, e incluso se convirtieron en un problema para los núcleos urbanos avanzados, que fueron sistemáticamente atacados por individuos que buscaban protección de los elementos mismos que los forjaron. Claro que la ciencia seguía avanzando a impulsos del incentivo privado, y cada cierto tiempo se soltaban redadas de robots exterminadores: una vez en el exterior de las zonas urbanas, mataban sistemáticamente todo lo que se movía mientras tuviesen energía suficiente. Cualquier mutación que mejorase las capacidades de supervivencia frente a estos ingenios, junto al potente ambiente exterior, se vería recompensada con una mayor descendencia.
K. estaba realmente bien adaptado frente a esas criaturas.
Aquél día fue recordado por varias cosas, pero en especial por dos: por el nacimiento de un héroe, y por la súbita muerte de éste, junto con el resto del Sistema Elitista. Nunca un héroe tan efímero logró tanto, ni inspiró a tantos.
K. era un telépata, un individuo capaz de detectar las configuraciones electromagnéticas de otra persona y asimilarlas como propias, y de imprimir sus propias configuraciones en las mentes de otros. Y el enfrentamiento con los exterminadores le había enseñado a engañar la electrónica, a confundirla totalmente. Así, decidido a ganar el abrigo de la ciudad, incluso en las conducciones de aire, en las galerías de desechos, en cualquier lugar mejor que el desierto exterior.
Y entró en los conductos de aire del Hospital E.V.N.
Y llegó junto a la habitación donde J. acababa de dejar morir a A.D.T., justo cuando se dirigía a la consola a borrar el registro de la mente de A.D.T.
Y como tenía por costumbre con todos los aparatos que encontraba, leyó la memoria de la consola, llevándose a A.D.T.
Y K. fue un héroe, y K. murió.
Cuando K. tuvo la mente de A.D.T. en su cabeza, A.D.T. estaba muriendo, sus recuerdos fragmentados, el horror en cada pensamiento al sentirse cerca del coma, una mancha negruzca en cada pensamiento, una luz siniestra en cada imagen, figuras amenazantes, y un grito agónico que resonaba por todos los recuerdos, arrastrando a K. con él, y amplificando los poderes telepáticos de K., destruyendo TODOS los utensilios electrónicos al uso. No sólo murió K., sino los cientos de miles de personas que dependían de la asistencia electrónica, y los cientos de personas que se vieron arrastrados en la misma agonía teletransmitida de K. y A.D.T.
Los días que siguieron vieron el fin del Sistema Elitista, y dieron paso a lo que los historiadores llamaron la Gran Anarquía.