I Concurso de Relatos «Unos y Ceros»: Lamentaciones, por Adosinda. Segundo Premio

A David Basterra, el catedrático, el investigador, el que estuvo dos veces en las quinielas del Príncipe de Asturias, el que abandonó a su mujer porque le exigía que perdiese parte de su tiempo en tareas tan inútiles como sacar el lavaplatos o barrer la cocina, le aburre su vida, aunque él solo lo intuye.

Entra en el aula y mira con desprecio hacia el fondo en donde se agrupan los alumnos menos asiduos a sus tediosas lecciones. Busca en el bolsillo de su bata un rotulador y, tras murmurar algo parecido a un saludo, comienza a escribir en la pizarra varias filas de unos y ceros.

—Ustedes ni habrán oído hablar de las tablas de verdad —dice con cierto desprecio.

El sonido que emite el picaporte al ser presionado interrumpe la exposición. Un joven delgado, vestido con ropa informal empuja cuidadosamente la puerta y entra en la estancia.

—Hombre, el muchachito de la guardia pretoriana —afirma Basterra a la vez que señala con la cabeza hacia la primera fila de pupitres—. No solo es usted un pelota, sino que además carece de un mínimo de educación —concluye.

El chico hace ademán de abandonar el aula.

—No se vaya, hombre. No se vaya. Venga para acá —Con la mano extendida señala hacia la pizarra—. Ilústrenos con todo lo que sepa sobre las tablas de verdad.

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Care es heroinómana y mientras estuvo sana se prostituía para pagar su adicción. Desde que desarrolló los anticuerpos del uve-i-hache malvive pasando pastillas, maría y, sobre todo, chocolate.

—Quiero proponerte algo, Care —dice David—. Es muy fuerte —añade el muchacho.

La chica esboza un gesto de indiferencia. Piensa que pocas propuestas pueden sorprenderla a esas alturas de su vida…

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El catedrático Basterra se acoda en el mostrador mientras destripa la tostada que le acaban de servir. Una chica se coloca a su lado.

—Buenos días.

—Buenos días.

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—No sé nada sobre las tablas de verdad, profesor. Pero le puedo explicar por qué…

La palma de la mano del catedrático Basterra hace callar a su alumno.

—Va a lamentar esta tardanza—afirma el Catedrático—. Pero lo que más le va a hacer sufrir es su profunda ignorancia. ¿Su nombre?

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El baño es estrecho. Basterra soba el cuerpo de la joven con escasa pericia. Ella se quita las bragas y dirige su mano derecha hacia la bragueta del hombre.

—No tengo condones —dice él.

Care sonríe.

—¿Te da igual? —pregunta el hombre asombrado.

La chica asiente.

Durante unos segundos solo se escuchan jadeos.

—Tienes unas manchitas azules —dice entrecortadamente Basterra.

De nuevo silencio.

—Es un tipo de soriasis —susurra ella al cabo.

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—Dos chicos jóvenes le han traído un mensaje. Se lo he colado por debajo de la puerta de su despacho —murmura la secretaria.

—Bien.

El catedrático avanza con paso seguro. El polvo mañanero le ha puesto de buen humor. Abre la puerta y humilla la mirada. Enmarcado por una enorme baldosa gris puede ver un folio doblado. Se agacha y tras recogerlo lo despliega.

¿Qué sabe usted sobre el sarcoma del Kaposi?

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—Dos mil, Care.

—Tres mil.

—Dos mil, no tengo más.

La muchacha muestra tres de los dedos de su mano derecha. David mueve lentamente la cabeza en señal de negación.

—Júrame que es un cabrón —dice ella.

Durante unos segundo se hace el silencio.

—Es el mayor hijoputa que he conocido en mi vida.

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David Basterra, el catedrático, el investigador, el que estuvo dos veces en las quinielas del Príncipe de Asturias, el que abandonó a su mujer por egoísmo, no sabe nada sobre el sarcoma del Kaposi.

Ya está lamentando su profunda ignorancia.

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