Si recibes el boletín semanal de faq-Mac o estás en el grupo de Telegram (aquí) ya sabes que de vez en cuando encuentro frases que incorporo automáticamente a mi mochila, una especie de decálogo (puede que a estas alturas sea centálogo) por el rijo mi vida y que me permiten detectar rápidamente cuándo me estoy desviando de la dirección que quiero llevar.
Por supuesto, sobre todo está la educación católica en la que me criaron, que es el marco general que me permite mirar de frente a la vida. Pero muchas veces, en el día a día, en las pequeñas cosas, me vienen bien estos otros indicadores que me permiten detectar que “estoy pisando la raya” antes de cambiarme de carril.
Está claro que no hay nada más sencillo (teóricamente) que “amar a los demás como querrías que te amaran a ti”, pero todos sabemos que a veces es muy difícil practicar el setenta veces siete, y surge la pregunta ¿de verdad se merece…?
Pues una de esas frases que me han marcado (aunque tengo la fortuna de que ya era un ferviente practicante) es esta: aquel que no miente no tiene nada que recordar.
¡Qué gran verdad! Y es que mentir es fácil, pero sostener la mentira… ¡ay! Tiene más brazos que Medusa y una tendencia inexorable de enredarte para impedir huir y olvidar. Muchas veces, incluso cuando creo que “ya pasó” vuelve cual boomerang desde un ángulo imprevisto para sorprenderme in fraganti.
Por supuesto, la manera de aguantar la cara cuando hemos mentido es… volver a hacerlo. Con lo cual se dobla la cantidad de cosas a recordar, los matices de cada situación, quién estaba, quién lo escuchó y a quién se lo han contado. Aquellos implicados y los ausentes que desconocen la trola… todo se complica en incrementos geométricos.
La conclusión, que creo que todos habremos experimentado, es que solo hay dos escenarios posibles: o acabamos expuestos o acabamos confesando.
Porque detrás de toda mentira siempre hay una razón sencilla: o nos da vergüenza o no queremos pedir perdón. (Ni soy experto ni pretendo sentar cátedra. Está es una reflexión personal sin más fundamento que mi experiencia, como decía al principio)
Mentir es tremendamente cansado, a veces incluso agotador, porque nos obliga a recordar continuamente todo lo relacionado con ella, incluso cuando la razón original hace mucho que dejó de ser importante (si es que alguna vez lo fue). Tienes que recordar los detalles y las variantes que has ido contando en un esfuerzo fútil de hacer “control de daños”.
Y te diré más, cuando todo el mundo ha olvidado tu mentira, y han seguido con su vida, tú no lo has hecho. No te puedes olvidar de ti mismo, de tus manchas y deslealtades. Así que te acompaña siempre. Y cuando más mientes, más compañía tienes.
Sabiendo todo esto, y teniendo como referencia la frase del título, en numerosas ocasiones la realidad me supera e intento escapar por la vía fácil, atajando entre los detalles y contando “una versión de la verdad” (ya me entiendes).
Al final me compensa más volver sobre mis pasos y reconocer voluntariamente que mentí, pero seguir libre pudiendo mirar a la cara a aquellos que me rodean, que intentar quedar por encima aparentando que todo está bien.
Ah, y pedir perdón, claro. Por haberles decepcionado, por no haber estado a la altura, por no confiar en ellos, por no ser valiente… ya pones tu el dedo en la llaga que te concierna.
No tengo el más mínimo interés (por si quedan dudas) de decirte cómo vivir tu vida, aunque es cierto que “la verdad os hará libres”. Allá cada cual con su estilo de vida. A mi, simplemente, no me compensa..
Hoy más que nunca me parece apropiado despedirme como suelo hacerlo: se feliz y se buena persona.
¿Qué piensas? Nos leemos.
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